La fecha no es casual, y es que hoy es el 21-3, que nos recuerda la triplicación del cromosoma 21, llamado comunmente Síndrome de Down (técnicamente no todas las personas con síndrome de Down tienen tres copias de dicho cromosoma, pero sí la mayoría).
Los talentos del síndrome de Down
Marta Beck, Ph.D. (Estados Unidos)
“Jamás las cosas
volverán a ser como antes ni para usted ni para su familia”, me dijo un
doctor de rostro grave, un día frío de invierno de 1988, justo después
de que mi hijo Adam fuera diagnosticado de síndrome de Down. “Está usted
echando a perder su vida”.
Dudo que hubiese estado
tan duro si mi bebé hubiese nacido ya, pero el diagnóstico de Adam
llegó por amniocentesis, tres meses antes de que el niño naciera. Había
yo decidido mantener el embarazo, y entonces mi ginecólogo estaba
tratando de que cambiara de opinión. Supe que lo que le motivaba era un
deseo sincero de ayudarme, que él creía de verdad que sus terribles
predicciones eran reales. Y de algún modo lo eran, supongo. Es cierto
que las cosas ya no han vuelto a ser iguales para mí desde que Adam
nació, y que cuando rehusé el aborto terapéutico “eché a perder” la vida
que siempre pensé que tendría. Lo que no sabía en 1988 era que la vida
que estaba echando a perder era mucho menos interesante, completa y
feliz que la que iba a obtener a cambio. Hace catorce años, al
enfrentarme con mi médico que me desaprobaba, me ponía a pensar en lo
que me esperaba por delante como madre de un hijo con síndrome de Down.
Desde entonces, con frecuencia, me he puesto a pensar en lo que me podía
haber perdido si hubiese seguido el consejo del doctor en lugar del
dictado de mi corazón.
No estoy diciendo que
considere moralmente malo la interrupción del embarazo tras el
diagnóstico del síndrome de Down; no lo creo así. Lo que estoy diciendo
es que, para mí, tener un hijo con este síndrome no se parece en nada a
ese horrible peso que en su día pensé que lo era. Los miedos y las
desventajas de tener un niño así me golpearon como un martillo en el
momento del diagnóstico. El regalo que traen consigo estos seres
excepcionales se da a conocer de un modo más lento y sutil, a lo largo
de meses, años y décadas. Pero sé que para mí, y para otros muchos
padres de niños con síndrome de Down, estos regalos compensan con creces
cualquier dolor o desengaño que podamos sufrir a causa de su
discapacidad.
Quizá ni siquiera necesite usted de esta
clase de seguridad o garantía. Quizá sea usted uno de esos padres – he
conocido algunos – que dicen que jamás han experimentado un momento de
preocupación o de tristeza por el hecho de tener un hijo con síndrome de
Down. Si es así, me gustaría saber que tipo de droga toma y si podría
recomendarme a alguien que me la recetase también a mí. Pasé meses de
angustia mental, antes y después de que mi hijo naciera, en duelo por el
bebé “perfecto” que había perdido y temerosa por el bebé que había
tenido en su lugar. Creo que es una reacción normal. Si acaba de saber
que su hijo tiene síndrome de Down, le animo a que deje que sus
emociones fluyan con toda la intensidad y durante todo el tiempo que
desee. No permita que nadie le diga que “tiene que animarse”, que mire
al lado luminoso, que deje de sentir lo que siente. La única reacción
que es errónea es la que no es auténtica, incluida cualquier muestra
falsa de resignación o de alegría. Si se permite dolerse de sí misma,
notará que esos terribles sentimientos son finitos, y que el hecho de
aceptarlos le permite avanzar hacia un lugar más feliz.
El síndrome de Down en una cultura centrada en el C.I.
Me
llevó mucho tiempo terminar mi propio proceso de duelo, probablemente
porque en la entera historia del globo, nunca hubo una persona menos
interesada que yo en tener un hijo con retraso mental. En el momento del
diagnóstico de Adam, mi marido John y yo estábamos a medio camino de
nuestros respectivos programas de doctorado en Harvard, en donde
habíamos obtenido también nuestros títulos de licenciatura. Ambos éramos
“criaturas de facultad”, nacidos y formados en familias de académicos
comprometidos y exitosos. Brevemente, desde que nacimos habíamos vivido
en ambientes en donde ser inteligente era la única y más valiosa
característica del repertorio humano. Desde esa perspectiva, cualquier
grado de retraso cognitivo es la definición misma de una catástrofe.
No
todo el mundo vive en una torre de marfil académica como en la que John
y yo habitábamos. Pero casi todos los que lean esto habrán crecido en
una sociedad que glorifica lo que llamamos una “mente racional”, y habrá
pasado durante años participando en un sistema educativo que clasifica
constantemente a los niños de acuerdo con su capacidad para pasar
ciertos tests de inteligencia muy estrictamente definidos.
Este
sistema social nos enseña a todos, de mil maneras, que nuestra
capacidad para ganar dinero, respeto y consideración social dependerá de
lo inteligentes que seamos. ¡No es de extrañar que el síndrome de Down
sea tan temido en nuestra cultura! ¡No es de extrañar que resulte
difícil pensar en cualquier circunstancia en la que realmente usted
desee tener un hijo con síndrome de Down! Para recibir los regalos
propios del síndrome de Down, tiene usted que esforzarse por abandonar
el modo en que se le ha enseñado a pensar sobre el valor de la vida
misma: la vida de su hijo, su propia vida, la vida de cualquier persona
con la que se encuentre.
Aprendí
esto de un modo bien difícil. Durante las últimas semanas de mi
embarazo y los primeros días de la vida de Adam, pasé la mayor parte de
mi tiempo cavilando, llorando, leyendo libros horriblemente deprimentes
sobre las alteraciones cromosómicas, y desarrollando elaboradas
fantasías catastróficas sobre los terrores que aguardaban a mi familia.
Ahora, la verdad es que vuelvo la mirada hacia aquellos miedos cuando
necesito alivio, porque cada uno de ellos o demostró ser falso, o me
llevó hacia alguna experiencia transformadora que al final me dejaba más
feliz de lo que era hasta entonces.
Por
supuesto, tuve mucha suerte. Adam nació sin ningún problema grave de
salud. Nunca hube de afrontar cardiopatías que hacen peligrar la vida,
ni convulsiones, ni cirugía neonatal. Sé de cientos de padres e hijos
que hubieron por estas terrible eventualidades y salieron fuertes y
felices, pero no pretendo comprender la hondura de su sufrimiento. Todos
los problemas que he encarado son los relacionados con el hecho de
tener un hijo con síndrome de Down que básicamente es sano, y casi me
parecen ahora triviales. Pero en el momento de su diagnóstico eran
espantosamente terroríficos. Y como puede usted misma tener esos mismos
miedos, quiero contarle cómo hice desaparecer los míos.